lunes, 18 de febrero de 2013

Miradas ciegas


Una buena mañana llena de trabajadores preocupados y estudiantes atareados, de esas en que no llueve pero no hace sol. Una buena mañana, esa mañana, él la notó a ella, él la vio subirse a aquel transporte público. Él la notó pero no le prestó mucha atención, no en ese momento, no en el instante preciso en que la vio por vez primera. 

Él descendió del vehículo, ese que se alejaba acelerando con ella dentro, pero que no se llevaba sus ojos, esos se habían quedado en la mente de él. 

Ese día la jornada no fue óptima, estuvo torpe y distraído, pero hay que entenderlo, aquellos ojos lo seguían mirando en su mente y él había perdido los suyos, se habían ido con aquella joven porque ella, por dos segundos, estrelló su mirada con la de él. 

Ella también lo notó, ella también lo vio ahí sentado, escuchando distraídamente su música con aquellos aparatosos audífonos que más parecían unos calentadores de orejas que usan aquellos que viven en tierras gélidas de suelo blanco.

Ella se sentó en otro lugar y tampoco le prestó mucha atención, sólo vio que mientras él descendía ella perdía sus ojos y se quedaba con los de él en su mente. 

El día de ella también fue lleno de torpezas y distracciones. Pero no hay que juzgarlos, ni a ella ni a él, ambos habían quedado ciegos y unos ojos extraños los miraban en sus pensamientos.

Transcurrieron varios días en los que él la veía a ella subirse al autobús. Una que otra vez, no habiendo otro lugar donde sentarse, temerosamente compartieron silla, sin hablarse, sin tocarse, pero viéndose fijamente en cada uno de sus pensamientos.

Él aprendió a calcular aproximadamente la hora en la que ella ascendía al bus. Mientras, ella jugaba a un juego de azar en el que tomaba el transporte sin reparar tiempos, suponiendo que, si el hado lo quería, se encontrarían. Más tarde ella descubrió que él se subía al mismo autobús a la misma hora y el azar se dejó de lado.

Todos los días se encontraban sin encontrarse, se hablaban sin hablarse, se despedían en el pensamiento, se enamoraban sin conocerse las voces, aunque sí sabían el color de cada una de sus vestimentas, el día en que no era un buen día, olían la tristeza del otro, la alegría del otro, conocían a leguas el uno el perfume del otro y, sobre todas las cosas, se miraban sin mirarse, pero se miraban, eternamente se miraban, los ojos del uno estaban tatuados en los sueños más placenteros y en los pensamientos más íntimos y así se enamoraban cada segundo más el uno del otro.

El uno pensaba que el otro no sabía nada de su existencia, así que ninguno tomaba impulso para entablar una relación siquiera amistosa, para aunque sea conocerse las voces, ambos se encerraban en su maldita música portátil, escuchando canciones que se dedicarían y recitando mentalmente poemas que se regalarían.

Una buena mañana llena de trabajadores preocupados y estudiantes atareados, de esas en que no llueve pero no hace sol. Una buena mañana, esa mañana, él aprovechó un descuido de ella para dejarle un papelito en uno de los bolsillos de su abrigo justo antes de descender del vehículo. Cuando ella abrió el diminuto escrito encontró una declaración de amor expresada en una simple oración de cuatro palabras, sólo ellos saben si era afirmativa, interrogativa, exclamativa o lo que fuera. Parece que fue una pregunta, así lo dicta la lógica porque ella escribió inmediatamente una tímida y aún más simple respuesta al reverso del papel que jamás pudo ser entregado de vuelta porque, por cosas del hado en forma de Átropos cortando un hilo, las horas, las rutas y las mañanas jamás volvieron a hacer converger esas miradas ciegas en el mismo autobús.

Biofiloaeda

No hay comentarios: