miércoles, 25 de noviembre de 2009

Equivocada conjugación

Equivocada conjugación


Un verbo reunió a otro verbo

Y éste convocó a uno más

Verbo a verbo

Se fueron reuniendo

Hasta la sala llenar.

Faltaron algunos,

por supuesto,

Pero eso poco importó

Excluir estaba en la reunión.


Las horas pasaron

Y todos se aburrieron.


Como forma de solución

Se conjugaron uno a uno

Tratando de encontrar

Alguna diversión.


Cazar alzó su mano

Y dio la mejor opción

Matar estuvo de acuerdo,

Cuidar lo aceptó,

Pensar lo pensó un poco

Y de Convencer se dejó,

A Sentir nada le importó,

La melancolía le ganó

Y la soberbia lo cegó;

Presentir algo malo vaticinó

Pero luego lo olvidó...

Uno a uno fueron aceptando

Y de acuerdo estuvieron

Que era, sin dudarlo,

La mejor entretención.


Sus armas tomaron

Y comenzó la acción:

Al atardecer se fueron

Al bosque en persecución

Vivir era la presa

Pero nadie advirtió

Su peligro de extinción.


Biofiloaeda.


A Benedetti

A Benedetti
A ti, sí, sólo a ti querido maestro
Sólo a ti, con todo y tu importancia
No te erigieron, 
Como a otros astros de las letras, 
Una fría estatua que hiciera las veces 
De baño para las palomas,
Ni te dieron un Nobel de literatura
Ni tu nombre,
Ni el largo ni el corto,
Sirvió para nombrar un edificio burocrático.
No, nada de eso bastó.
A ti, sí, sólo a ti
Y sólo para ti
Para honrarte y honrar
A tus menganas letras
Fueron capaces 
De escribirte un poema
Que, resumido, tuvo que gastar
Cientocincuenta metros de papel.
Biofiloaeda.

La ceremonia más bonita

La ceremonia más bonita


La señora Ordoñez decía que la ceremonia fue muy bonita. Lo decía a pesar de la lágrima que le colgaba en la barbilla. Las alabanzas y el llanto eran, probablemente, por ser la madre de la novia. El señor Murcia no parecía muy contento, sin embargo argumentaba que su hijo iba a ser feliz con la hija de la señora Ordoñez.


A mí la ceremonia me pareció, en cambio, insulsa, rutinaria, burocrática, monótona, desalmada, obligatoria, histriónica, en fin, todo, menos bonita. Al frente de todo el lugar estaba un tipo vestido de bata blanca con ínfulas de Jesucristo, impartiendo bendiciones. Frente a él un par de personajes, uno de ellos, ella, para ser más claros, tenía un aparatoso vestido blanco. Sigo sin entender qué de bonito tenía eso. Además, para completar la desgracia, el tipo de blanco hizo largo lo que se podía hacer en dos minutos y hasta menos. ¿Qué le costaba decir “los declaro marido y mujer, hasta que la muerte (o cualquier otra cosa) los separe” desde el principio y ahorrarse todo el resto de cháchara inoficiosa? El fin era el mismo, casar al zutano Murcia y a la mengana Ordoñez.


A mí, sinceramente, lo único que me gustó de todo esto fue el alcohol que repartieron tras tanta parsimonia. La fiesta, esa sí era bonita, salvo cuando aparecía el zutano, con su cara de triunfo, la de él, asiendo a la mengana de la mano, la de ella, mientras miraba a todos con su cara, la de ella, de “sáquenme de aquí”. Yo no disfrutaba nada, salvo tomarme mis buenos tragos: aguardiente por un lado, tequila por el otro, whisky por aquí, coñac por acá.


Con el mundo dándome vueltas pasó lo más bonito, lo realmente bonito, lo único bonito en toda esa noche. Me le acerqué a la mengana y la invité a bailar conmigo. Aunque el zutano me miró con cara de disgusto. Sin esperar la respuesta, la de ella, la arranqué de su brazo, el de él. Comencé a bailar abrazándola por la cintura, la de ella, la llevé lentamente de un lado al otro de la pista hasta que, al final, hice que subiera conmigo a una mesa. Seguimos bailando ahí parados mientras yo iba tirando a diestra y siniestra todo sobre ella, la mesa. Con este artificio ya había llamado la atención de toda la reunión. Le zampé un beso a la mengana que dejó boquiabiertos a todos, sobre todo porque ella no opuso resistencia al acto aquél. Me sentí feliz. Ella no respondió al beso con una cachetada. Yo seguí aferrado a su cintura. Nada, ella no hizo nada, siguió ahí parada, mirándome a los ojos como pidiendo otro beso. Y, cómo no, se lo dí. De nuevo ella no opuso resistencia, a pesar de la mirada perpleja de todos. A esas alturas a la señora Ordoñez la cosa no le parecía tan bonita y al señor Murcia ya no le parecía que su hijo fuera a ser muy feliz con la mengana. En cambio a mí, a mí me hacía feliz, al fin y al cabo sólo a esto había ido, sólo para esto me había aguantado toda la aburrida ceremonia que al resto les parecía bonita. ¿A mí cómo iba a parecerme bonita si mi amada mengana se estaba casando, si un baboso que la amaba menos que yo se la estaba llevando?


Al final de como cinco besos (descarados, eso sí), le dije que se volara conmigo, que nos casaramos sin tanta parsimonia, sin tanta fiesta. Ella asintió, me tomó de la mano y me llevó a la puerta. Desde ese día ni siquiera yo sé dónde estamos y no me interesa saberlo, mi mengana está conmigo, eso me basta para ser feliz.

Biofiloaeda.

martes, 10 de noviembre de 2009

Suicidio de tinta

Suicidio de tinta


Él estaba completamente angustiado, la conciencia no lo dejaba descansar en paz desde hacía un par de semanas. Todos esos días deambulaba por las calles pensando en el crimen que había cometido, tratando de sacarse ese peso de encima de alguna forma, pero no encontraba la manera más efectiva de hacerlo. De vez en cuando se refugiaba en un bar cualquiera del camino, gastando hasta el último centavo en botellas de aguardiente. Eso le servía para mitigar un poco el desespero que cargaba, pero no terminaba de hacerle catarsis a esa molestia moral que le hacía pequeño el espacio entre el cielo y el suelo.


Por algún desvío en el cauce del destino, en una tarde de esas, saliendo de uno de esos antros donde dejaba su dinero a cambio de unas pocas horas de tranquilidad (aunque esta vez el artificio no había sido muy útil por la escases de dinero), se trató de refugiar de la lluvia en un viejo edificio de apartamentos que, por suerte para él, tenía la puerta abierta. Sin saber cómo, reconoció el lugar. No sabía exactamente si ése era su hogar o no, estaba demasiado ebrio para recordarlo, pero sabía exactamente adónde ir: subió las escaleras tambaleándose de una pared a la otra como una pelota de tenis en un partido de Grand Slam. Un piso, otro piso y otro más. Así llegó hasta el séptimo piso, golpeó a la puerta marcada con el número 702.


Abrí la puerta con aire cansado y tinta en los dedos. Estaba él ahí, lo miré con cara extrañada y le pregunté por la persona a la que buscaba. Él no respondió. Me empujó, corrió a una habitación, se paró frente a mi escritorio lleno de hojas desordenadas, buscó una rápidamente, tomó la pluma y la llenó de tinta. Se disponía a escribir cuando mi mano lo intentó detener asiéndolo por el brazo.


Yo había corrido hasta él desesperadamente, temiendo que dañara mis escritos con la pluma llena de tinta que tenía en las manos: era mucho tiempo de trabajo que no se podía echar a perder por un loco borracho que quería sabrá Dios qué. Forcejeé con el hombre que olía a alcohol, hasta que logró soltar uno de sus brazos y calarme un puño en el centro de los ojos dejándome inconsciente en el suelo.


A las pocas horas o minutos (de eso no estoy seguro), desperté y encontré al ebrio loco tirado en el suelo, con un charco alrededor de su cuerpo y mi pluma clavada en el cuello. Me preocupó menos el cuerpo que mis escritos, me acerqué al escritorio y encontré en la parte más alta del desorden de hojas la última página de un cuento que venía escribiendo desde hace rato y al que no le encontraba un final pertinente. Encontré que tenía una letra distinta a la mía que decía: “tras mucho batallar con tu angustia psicópata, te encajarás en el cuello la pluma con la que yo estuve escribiendo estas líneas que te dieron vida y le dieron forma a tu historia. Caerás lentamente al suelo, desangrándote, mientras, maldiciéndome, me mirarás a mí, tu creador, desmayado por el golpe que me acabas de propinar, tirado en el mismo suelo donde tú, entre un río de sangre, encontrarás por fin tu catarsis”.


Cuando di media vuelta, completamente asustado, encontré en el suelo únicamente un charco oscuro, azulado, casi negro. Del cadáver sólo quedaba vapor de tinta.


Biofiloaeda

Plan de excusas

Plan de excusas

"Mi estrategia es

que un día cualquiera

no sé cómo ni sé

con qué pretexto

por fin me necesites".

Mario Benedetti.


Esa mañana de viernes iba tarde para mi lugar de trabajo, caminaba rumbo al paradero y tú ya estabas ahí. Yo estaba aún lejos, pero desde que te vi me encantaste. Decidí entonces, mientras caminaba, maquinar un plan: a pesar de saberla perfectamente, te iba a preguntar la hora que marcara tu reloj. Esto como excusa para preguntar tu nombre, como excusa para darte el mío, como excusa para preguntarte dónde trabajabas, como excusa para ofrecerte una invitación a almorzar o a tomar algo a la hora de tu salida, como excusa para decirte en esa cita que me encantabas, como excusa para robarte un beso, como excusa para llevarte esa misma noche a mi cama, como excusa para decirte entre sudores que me estaba enamorando de ti, como excusa para despertarme en la mañana abrazado a tu desnudo cuerpo, como excusa para despertarte a ti con un sabroso desayuno, como excusa para hacerte el amor todas las noches siguientes, como excusa para que en nueve meses tuviéramos un hijo juntos, como excusa para vivir juntos, como excusa para envejecer juntos, como excusa para morir juntos, como excusa para pasar el resto de la eternidad juntos.


Ése era mi plan perfecto. Lo tenía todo muy bien pensado mientras me acercaba a ti. Una vez a tu lado se hicieron inevitables y necesarias las palabras: “Disculpa, buenos días ¿Me podrías, por favor, decir qué horas son en tu reloj?”. Con un gesto amable me dijiste que no tenías reloj, tomaste un taxi rápidamente sin dejarme tiempo para hacer un plan B de último momento. Te despediste desde la ventana del automóvil con una sonrisa, dejándome con mi plan perfecto desparramado en el piso por un error que jamás preví.


Biofiloaeda

La última copa

La última copa


Gota a gota la copa se agota

copa a copa ahora es la botella

la borrachera avanza,

la noche se acaba,

el amanecer comienza

y con él la resaca,

y de gota, copa o botella

no se quiere saber más nada

se promete, se jura

gota, copa o botella

no tocar nunca más,

hasta la otra semana,

cuando nuevas gota, copa y botella

hacen otra vez regresar

al ebrio proceso circular.


Biofiloaeda