martes, 10 de octubre de 2017

Confesión


Solo quería hacerte feliz,
Asistir a diario, a toda hora,
Al mágico espectáculo de tu sonrisa
Que tanto me gusta desde siempre
Y desde siempre intento dibujar.

Solo quise ir a Nuquí contigo;
Ver juntos las ballenas en el Pacífico;
Ir a la Patagonia y abrazarnos contra el frío;
Caminar por París a la luz de la luna;
Ver la Aurora Boreal,
Sabiendo que tus ojos son más hermosos;
Pasear en bicicleta por Ámsterdam
Mientras tu belleza le roba espacio al mar;
Verte caminar a contraluz del atardecer
En una playa en Grecia
Y comprobar por vez enésima
Que tu cuerpo es más lindo
Que cualquier espectáculo natural;
Comer pizza, que tanto te gusta,
En Turín, Roma, Venecia y Milán;
Recorrer el mundo, conquistarlo juntos,
Eso, solo eso, y nada más.


Quise darte mis días y mis noches,
Mis goles, mis canciones,
Mis versos, mis sueños,
Mis viajes, mis planes,
Un par de besos,
Todos los abrazos,
Mi mundo entero y un poco más.

A cambio no pedí tu amor
Ni que creyeras en el mío,
No te pedí nada,
Salvo tu sonrisa, tu compañía
Y lo que me quisieras dar.

Pero nada de eso importa ahora,
Porque todo lo tiraste al mar,
Preferiste poner obstáculos
Donde había soluciones
Y alegrías y sonrisas
Y muchas cosas más,
Quedarte esperando lluvias de marranos
Y otras cosas imposibles
Mientras jurabas, aunque sentiste lo contrario,
Que a mi lado no puedes estar.

Y, aunque acá sigues,
tu mejor versión no está,
se quedó en no sé dónde
y no la puedo rescatar,
no me queda más remedio
que guardarlo todo de nuevo
o dárselo a alguien más.
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miércoles, 12 de abril de 2017

Plastilina amorfa


Un pedacito de plastilina tozuda no permitía que nadie le acomodara su figura como mejor les pareciera. La gente enfurecida la arrojaba contra las paredes, contra el suelo, la oprimía con rabia, la separaba, la derretía, pero, terca como era, volvía a unirse y se quedaba quieta, esperando una forma que le agradara a ella y no a su dueño.

Después de muchos años de tratos y maltratos, a la vieja plastilina ya nadie la tomaba entre sus manos, ya nadie quería intentar moldearla.

Sola y triste, trató de llamar la atención para que alguien quisiera hacer una forma con ella, la que fuera, no importaba, estaba dispuesta a dejarse manosear, a tomar el aspecto que otros desearan, con tal de no sentir esa amarga soledad. Pero igual nadie la tomaba, porque sabían que ese pedacito de plastilina no se dejaba moldear.

Muchos años más luchó por ganarse el cariño de alguien, intentó explicar en su silencioso lenguaje de colores flexibles que estaba dispuesta a dejarse manipular, pero nadie le entendió.

Al fin, cuando una niña de belleza inigualable trató de hacer un corazón con ella y a los pocos días, llorando amargamente, destruyó la figura, la plastilina entendió por qué, en principio, no le gustaba que trataran de cambiarle la figura: sencillamente porque le gustaba ser un pedazo de plastilina tozuda, con su irregular forma que nadie entendía, pero que ella quería y no necesitaba nada más.

Ahora dicen que vive alegremente en un estante de libros de algún poeta loco que entendió que no debía moldearla porque así la plastilina era feliz. Él le lee sus poemas tristes y ella sonríe, aunque el poeta no puede ver sus pequeños dientes rotos y felices.

miércoles, 5 de abril de 2017

El tren de la Sabana

Uno le va perdiendo
el gusto a la vida
poco a poco,
paso a paso,
hasta que pasa el tren de la Sabana
y a todos les devuelve
la mirada brillante,
la sonrisa de niño,
la inocencia hechizada,
la esperanza furtiva
de tenerlo todo
sin poseer nada.

Cuando solo queda humo,
las ganas de tenerlo todo
vuelven a su forma de nada
y la esperanza se esconde,
la inocencia se rompe,
la sonrisa envejece,
la mirada se apaga.
Poco a poco,
paso a paso,
el gusto a la vida
vuelve a perderse.

Conversación fugaz

— ¿Has amado?
— Claro que sí.
— Es lindo sentirse amado, ¿verdad?
— No sé, mujer, yo lloré en el vientre de mi madre. Solo colecciono amores perdidos.
— No te preocupes, la vida es la única cosa del universo que se va construyendo con pérdidas.

Naufragios

En una pequeña isla de pescadores, ubicada en un lugar del mapa que no sé señalar, en un mar que no sé mencionar, había solo dos embarcaciones: un viejo navío de tamaño mediano comandado por un hombre triste que habitaba en su embarcación desde que llegó al lugar, hace ya mucho tiempo, y un pequeño bote que había construido con sus propias manos una joven mujer que, según los lugareños, era la más hermosa de esa parte del mundo.

Ni él ni ella se conocían, a pesar del diminuto tamaño de la isla y de que ambos habían estado navegando a diario las mismas aguas en busca de peces durante todos los años que llevaban allí, tantos que ambas embarcaciones comenzaban a sufrir los estragos del tiempo, del uso, del deterioro.

El navío del hombre triste se averiaba cada dos o tres meses y terminaba naufragando hasta que él podía reparar los daños, tarea que le llevaba por lo general muchos días, incluso semanas, en los que perdía dinero por la falta de actividad.

El bote de la mujer, por su parte, sufría un daño diferente cada domingo (a veces era el mismo que regresaba) y también quedaba en mitad del agua. Entonces, ella comenzaba a remar hasta que después de largas horas llegaba completamente agotada a la orilla y solo le quedaban fuerzas para ir a su casa y dormir. Al siguiente día lograba reparar el bote, aunque a veces, muy pocas veces, tardaba más de un día en hacer los arreglos.

Finalmente, uno de esos domingos en los que a ella se le dañaba su bote, el hombre la encontró y la ayudó. Amarraron la embarcación de ella en la popa del viejo navío, en el que la mujer abordó para emprender juntos el viaje de regreso a casa.

Esa situación comenzó a hacerse habitual. Al principio la encontraba un domingo cada dos meses, luego fue uno cada mes y medio, más adelante pasó a ser uno cada mes, al cabo del tiempo pasó a ser un domingo cada dos semanas y finalmente ya él sabía dónde la encontraría e hizo parte de su rutina ayudarla a suavizar el naufragio cada domingo. Ella agradecía algunas veces y otras simplemente se iba en silencio hasta llegar a puerto, dar las buenas noches y volver al hogar. Nunca entablaron largas conversaciones o se hicieron muy amigos, solo era una relación de colaboración entre pescadores y no más.

Durante todo ese lapso, el viejo navío se comportaba bien cada domingo, aunque sí sufrió algunas averías, pero nada de consideración, nada que supusiera un doble naufragio o mucho tiempo en mitad del mar mientras se arreglaba el desperfecto. Generalmente, solo los retrasaba un par de minutos.

Sin embargo, todo cambio un sábado. Él la vio a ella y le ofreció llevarla, porque, aunque su bote no tenía ningún desperfecto, sabía que si viajaban en su viejo navío, la mujer llegaría más rápido a su casa. Ella aceptó el ofrecimiento y, como todas las veces, amarró su bote lleno de pescados en la popa, subió y emprendieron el viaje.

Pero ese día el viejo navío tuvo una de sus grandes averías y quedaron varados en mitad del mar. Él intentó reparar la embarcación, pero, pese a intentarlo por horas y horas, no lo logró. De hecho, corrió con tan mala suerte que en uno de sus intentos de reparación terminó volteando el bote de la mujer y haciendo que perdiera su pesca del día.

Eso causó el enojó de ella, que descendió, tomó su bote y se alejó, no sin antes indicar que el viejo navío era una porquería inservible, resaltar su arrepentimiento por permitirse subir a ese viejo armatoste que había dañado todo su trabajo y que posiblemente le había causado alguna avería irreparable a su útil y fiable bote que solo se dañaba los domingos y de cosas menores que se reparaban pronto. Antes de alejarse finalmente, le solicitó al hombre triste que mantuviera su navío a distancia y nunca más intentara auxiliarla.

Lo que nunca supo ella es que, cuando estaba sacando su bote para irse, golpeó fuertemente la estructura de la popa causando una gran grieta en la coraza, lo que le aumentó el tiempo de reparación.

Finalmente, luego de semanas, que se hicieron meses, fuera del mar, el hombre pudo regresar con su remendado navío. Aunque todos los domingos pasa por el lugar en el que naufraga inevitablemente la mujer, y aunque quiere con todas sus fuerzas ayudarla porque en parte extraña su compañía, no lo hace y se aleja, aguantando las ganas de regresar.

Él sufre de vez en cuando (más a menudo que antes, a causa del golpe en la popa) de naufragios y sueña con que la mujer algún día sea la que lo socorra a él.

lunes, 6 de marzo de 2017

Cigarrillos noctunos

–¿Fumas? –preguntó ella.
–Religiosamente, uno cada noche, antes de dormir –contesté.
–¿Es un artificio para conciliar el sueño?
–En parte. Pero es más preciso decir que es para consolar. Un artificio para evitar llorar noche a noche.
–No lo entiendo. Me es lógico pensarlo como un placebo para burlar el insomnio, pero ¿qué tienen que ver el tabaco con el llanto? –replicó ella con cara de real y evidente incertidumbre.
–Mucho. Los cigarros esconden tristezas. Cada bocanada es el aborto de una lágrima.
–¡Oh! Entiendo... –se quedó pensando un rato, mientras alzaba la cara para mirar la luna–. ¿Me regalarías un cigarrillo? –dijo finalmente, sin quitar los ojos del plateado círculo que iluminaba el lluvioso cielo nocturno–. Mejor saca dos, la noche también necesita fumar.