En el pecho siento como un fueguito. Está encerrado en un corazón tan marchito que se convirtió en una cárcel de piedra. Se mueve y se golpea contra los muros de su prisión con todo su cuerpecito. Es un baile febril como su naturaleza y tan persistente que el pequeño corazón marchito parece a punto de ceder y dejar salir al fueguito. Pareciera que el fueguito va a estallar el corazón como una inmensa estrella en su último y abrasador aliento, o a abrir hoyos a puntillazos en sus pétreas paredes, o a hacerlo latir de nuevo con la fuerza de todo el amor universal reunido en un bolsillo pequeñito; todo depende de la energía del fueguito, que por momentos se intensifica, pero en otros parece tan agotada como si fuera a extinguirse, porque apenas se le escucha respirar forzoso y, con mucha concentración, se siente un diminuto calorcito. Pero cuando despierta, vuelve a su furioso baile, con el que clama por su libertad y que aquí adentro hace un ruido tan insoportable como imperceptible es afuera.
Puede que el fueguito sea una energía tan poderosa, cálida y llena de vitalidad como la que originó todo lo que existe o un dolor tan grande como el Universo mismo. No sé que sea, y prefiero no saberlo. Lo siento, fueguito, no saldrás en este momento; nunca, mejor dicho. Apágate, por favor, fueguito.