miércoles, 5 de abril de 2017

Naufragios

En una pequeña isla de pescadores, ubicada en un lugar del mapa que no sé señalar, en un mar que no sé mencionar, había solo dos embarcaciones: un viejo navío de tamaño mediano comandado por un hombre triste que habitaba en su embarcación desde que llegó al lugar, hace ya mucho tiempo, y un pequeño bote que había construido con sus propias manos una joven mujer que, según los lugareños, era la más hermosa de esa parte del mundo.

Ni él ni ella se conocían, a pesar del diminuto tamaño de la isla y de que ambos habían estado navegando a diario las mismas aguas en busca de peces durante todos los años que llevaban allí, tantos que ambas embarcaciones comenzaban a sufrir los estragos del tiempo, del uso, del deterioro.

El navío del hombre triste se averiaba cada dos o tres meses y terminaba naufragando hasta que él podía reparar los daños, tarea que le llevaba por lo general muchos días, incluso semanas, en los que perdía dinero por la falta de actividad.

El bote de la mujer, por su parte, sufría un daño diferente cada domingo (a veces era el mismo que regresaba) y también quedaba en mitad del agua. Entonces, ella comenzaba a remar hasta que después de largas horas llegaba completamente agotada a la orilla y solo le quedaban fuerzas para ir a su casa y dormir. Al siguiente día lograba reparar el bote, aunque a veces, muy pocas veces, tardaba más de un día en hacer los arreglos.

Finalmente, uno de esos domingos en los que a ella se le dañaba su bote, el hombre la encontró y la ayudó. Amarraron la embarcación de ella en la popa del viejo navío, en el que la mujer abordó para emprender juntos el viaje de regreso a casa.

Esa situación comenzó a hacerse habitual. Al principio la encontraba un domingo cada dos meses, luego fue uno cada mes y medio, más adelante pasó a ser uno cada mes, al cabo del tiempo pasó a ser un domingo cada dos semanas y finalmente ya él sabía dónde la encontraría e hizo parte de su rutina ayudarla a suavizar el naufragio cada domingo. Ella agradecía algunas veces y otras simplemente se iba en silencio hasta llegar a puerto, dar las buenas noches y volver al hogar. Nunca entablaron largas conversaciones o se hicieron muy amigos, solo era una relación de colaboración entre pescadores y no más.

Durante todo ese lapso, el viejo navío se comportaba bien cada domingo, aunque sí sufrió algunas averías, pero nada de consideración, nada que supusiera un doble naufragio o mucho tiempo en mitad del mar mientras se arreglaba el desperfecto. Generalmente, solo los retrasaba un par de minutos.

Sin embargo, todo cambio un sábado. Él la vio a ella y le ofreció llevarla, porque, aunque su bote no tenía ningún desperfecto, sabía que si viajaban en su viejo navío, la mujer llegaría más rápido a su casa. Ella aceptó el ofrecimiento y, como todas las veces, amarró su bote lleno de pescados en la popa, subió y emprendieron el viaje.

Pero ese día el viejo navío tuvo una de sus grandes averías y quedaron varados en mitad del mar. Él intentó reparar la embarcación, pero, pese a intentarlo por horas y horas, no lo logró. De hecho, corrió con tan mala suerte que en uno de sus intentos de reparación terminó volteando el bote de la mujer y haciendo que perdiera su pesca del día.

Eso causó el enojó de ella, que descendió, tomó su bote y se alejó, no sin antes indicar que el viejo navío era una porquería inservible, resaltar su arrepentimiento por permitirse subir a ese viejo armatoste que había dañado todo su trabajo y que posiblemente le había causado alguna avería irreparable a su útil y fiable bote que solo se dañaba los domingos y de cosas menores que se reparaban pronto. Antes de alejarse finalmente, le solicitó al hombre triste que mantuviera su navío a distancia y nunca más intentara auxiliarla.

Lo que nunca supo ella es que, cuando estaba sacando su bote para irse, golpeó fuertemente la estructura de la popa causando una gran grieta en la coraza, lo que le aumentó el tiempo de reparación.

Finalmente, luego de semanas, que se hicieron meses, fuera del mar, el hombre pudo regresar con su remendado navío. Aunque todos los domingos pasa por el lugar en el que naufraga inevitablemente la mujer, y aunque quiere con todas sus fuerzas ayudarla porque en parte extraña su compañía, no lo hace y se aleja, aguantando las ganas de regresar.

Él sufre de vez en cuando (más a menudo que antes, a causa del golpe en la popa) de naufragios y sueña con que la mujer algún día sea la que lo socorra a él.

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