martes, 10 de noviembre de 2009

Suicidio de tinta

Suicidio de tinta


Él estaba completamente angustiado, la conciencia no lo dejaba descansar en paz desde hacía un par de semanas. Todos esos días deambulaba por las calles pensando en el crimen que había cometido, tratando de sacarse ese peso de encima de alguna forma, pero no encontraba la manera más efectiva de hacerlo. De vez en cuando se refugiaba en un bar cualquiera del camino, gastando hasta el último centavo en botellas de aguardiente. Eso le servía para mitigar un poco el desespero que cargaba, pero no terminaba de hacerle catarsis a esa molestia moral que le hacía pequeño el espacio entre el cielo y el suelo.


Por algún desvío en el cauce del destino, en una tarde de esas, saliendo de uno de esos antros donde dejaba su dinero a cambio de unas pocas horas de tranquilidad (aunque esta vez el artificio no había sido muy útil por la escases de dinero), se trató de refugiar de la lluvia en un viejo edificio de apartamentos que, por suerte para él, tenía la puerta abierta. Sin saber cómo, reconoció el lugar. No sabía exactamente si ése era su hogar o no, estaba demasiado ebrio para recordarlo, pero sabía exactamente adónde ir: subió las escaleras tambaleándose de una pared a la otra como una pelota de tenis en un partido de Grand Slam. Un piso, otro piso y otro más. Así llegó hasta el séptimo piso, golpeó a la puerta marcada con el número 702.


Abrí la puerta con aire cansado y tinta en los dedos. Estaba él ahí, lo miré con cara extrañada y le pregunté por la persona a la que buscaba. Él no respondió. Me empujó, corrió a una habitación, se paró frente a mi escritorio lleno de hojas desordenadas, buscó una rápidamente, tomó la pluma y la llenó de tinta. Se disponía a escribir cuando mi mano lo intentó detener asiéndolo por el brazo.


Yo había corrido hasta él desesperadamente, temiendo que dañara mis escritos con la pluma llena de tinta que tenía en las manos: era mucho tiempo de trabajo que no se podía echar a perder por un loco borracho que quería sabrá Dios qué. Forcejeé con el hombre que olía a alcohol, hasta que logró soltar uno de sus brazos y calarme un puño en el centro de los ojos dejándome inconsciente en el suelo.


A las pocas horas o minutos (de eso no estoy seguro), desperté y encontré al ebrio loco tirado en el suelo, con un charco alrededor de su cuerpo y mi pluma clavada en el cuello. Me preocupó menos el cuerpo que mis escritos, me acerqué al escritorio y encontré en la parte más alta del desorden de hojas la última página de un cuento que venía escribiendo desde hace rato y al que no le encontraba un final pertinente. Encontré que tenía una letra distinta a la mía que decía: “tras mucho batallar con tu angustia psicópata, te encajarás en el cuello la pluma con la que yo estuve escribiendo estas líneas que te dieron vida y le dieron forma a tu historia. Caerás lentamente al suelo, desangrándote, mientras, maldiciéndome, me mirarás a mí, tu creador, desmayado por el golpe que me acabas de propinar, tirado en el mismo suelo donde tú, entre un río de sangre, encontrarás por fin tu catarsis”.


Cuando di media vuelta, completamente asustado, encontré en el suelo únicamente un charco oscuro, azulado, casi negro. Del cadáver sólo quedaba vapor de tinta.


Biofiloaeda

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