miércoles, 25 de noviembre de 2009

La ceremonia más bonita

La ceremonia más bonita


La señora Ordoñez decía que la ceremonia fue muy bonita. Lo decía a pesar de la lágrima que le colgaba en la barbilla. Las alabanzas y el llanto eran, probablemente, por ser la madre de la novia. El señor Murcia no parecía muy contento, sin embargo argumentaba que su hijo iba a ser feliz con la hija de la señora Ordoñez.


A mí la ceremonia me pareció, en cambio, insulsa, rutinaria, burocrática, monótona, desalmada, obligatoria, histriónica, en fin, todo, menos bonita. Al frente de todo el lugar estaba un tipo vestido de bata blanca con ínfulas de Jesucristo, impartiendo bendiciones. Frente a él un par de personajes, uno de ellos, ella, para ser más claros, tenía un aparatoso vestido blanco. Sigo sin entender qué de bonito tenía eso. Además, para completar la desgracia, el tipo de blanco hizo largo lo que se podía hacer en dos minutos y hasta menos. ¿Qué le costaba decir “los declaro marido y mujer, hasta que la muerte (o cualquier otra cosa) los separe” desde el principio y ahorrarse todo el resto de cháchara inoficiosa? El fin era el mismo, casar al zutano Murcia y a la mengana Ordoñez.


A mí, sinceramente, lo único que me gustó de todo esto fue el alcohol que repartieron tras tanta parsimonia. La fiesta, esa sí era bonita, salvo cuando aparecía el zutano, con su cara de triunfo, la de él, asiendo a la mengana de la mano, la de ella, mientras miraba a todos con su cara, la de ella, de “sáquenme de aquí”. Yo no disfrutaba nada, salvo tomarme mis buenos tragos: aguardiente por un lado, tequila por el otro, whisky por aquí, coñac por acá.


Con el mundo dándome vueltas pasó lo más bonito, lo realmente bonito, lo único bonito en toda esa noche. Me le acerqué a la mengana y la invité a bailar conmigo. Aunque el zutano me miró con cara de disgusto. Sin esperar la respuesta, la de ella, la arranqué de su brazo, el de él. Comencé a bailar abrazándola por la cintura, la de ella, la llevé lentamente de un lado al otro de la pista hasta que, al final, hice que subiera conmigo a una mesa. Seguimos bailando ahí parados mientras yo iba tirando a diestra y siniestra todo sobre ella, la mesa. Con este artificio ya había llamado la atención de toda la reunión. Le zampé un beso a la mengana que dejó boquiabiertos a todos, sobre todo porque ella no opuso resistencia al acto aquél. Me sentí feliz. Ella no respondió al beso con una cachetada. Yo seguí aferrado a su cintura. Nada, ella no hizo nada, siguió ahí parada, mirándome a los ojos como pidiendo otro beso. Y, cómo no, se lo dí. De nuevo ella no opuso resistencia, a pesar de la mirada perpleja de todos. A esas alturas a la señora Ordoñez la cosa no le parecía tan bonita y al señor Murcia ya no le parecía que su hijo fuera a ser muy feliz con la mengana. En cambio a mí, a mí me hacía feliz, al fin y al cabo sólo a esto había ido, sólo para esto me había aguantado toda la aburrida ceremonia que al resto les parecía bonita. ¿A mí cómo iba a parecerme bonita si mi amada mengana se estaba casando, si un baboso que la amaba menos que yo se la estaba llevando?


Al final de como cinco besos (descarados, eso sí), le dije que se volara conmigo, que nos casaramos sin tanta parsimonia, sin tanta fiesta. Ella asintió, me tomó de la mano y me llevó a la puerta. Desde ese día ni siquiera yo sé dónde estamos y no me interesa saberlo, mi mengana está conmigo, eso me basta para ser feliz.

Biofiloaeda.

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