sábado, 15 de enero de 2011

La gran pelea - Biofiloaeda



El boxeador estaba en su camerino, meditando profundamente mientras esperaba el inicio de la pelea por el título, que comenzaría en pocos minutos. Meditaba imaginando que daba toda clase de golpes: soñaba con jabs de derecha, con ganchos de izquierda, con cruzados desde los dos flancos, sin bajar la guardia; se imaginaba vestido de Patterson venciendo a Johansson en 1960, imaginaba que sus brazos eran los de Sonny Liston noqueando a Patterson, con un juego de golpes poderosos, dos veces en dos peleas, cuando apenas corría el primer asalto; quiso ser Cassius Clay moviendo las piernas y los brazos tan rápido como para que su contrincante no lo viera y dando el puño conocido como “La mano fantasma”, que tiró a la lona a Liston en la segunda pelea entre los dos, efectuada en 1965; deseó ser otra vez Alí (Cassius Clay) en Zairé, frente a George Foreman, apostando a defenderse contra las cuerdas, para salir al octavo asalto a tirar a su contrincante contra el suelo, para que no se volviera a parar de allí en toda la noche.

Se imaginó eso y mucho más: ser más boxeadores de los grandes: Joe Louis, Rocky Marciano, Joe Frazier…, se imaginaba que sus puños daban toda clase de combinaciones letales, incluso golpes nunca antes vistos y por nadie inventados.

Así se preparaba el boxeador minutos antes de la pelea. Pensaba también en los largos y arduos meses de entrenamiento, en los años de peleas contra otros poderosos pugilistas, escalando posiciones con la fuerza de sus puños y el dolor de su cuerpo, cayendo un par de veces, pero levantándose como un fénix para propinar, con más rabia que técnica, puños certeros al rostro de su contrincante, que en un dos por tres los mandaba al suelo sin la menor intención de volver a pararse o, si conseguían la verticalidad de su humanidad de nuevo, lo hacían con la cabeza en otra galaxia, en una que les impedía mantener el control sobre los pies y volvían a caer, dejando que el réferi decretara el nocáut.

Su récord: 73 peleas, 73 victorias, 68 por la vía rápida. Las únicas cinco veces que no noqueó a su contrincante fue por su propio cansancio muscular, que lo hacía más lento y a sus golpes menos certeros. Pero incluso con esas fallas propias, los jueces veían con buenos ojos los golpes que propinaba y su defensa extraordinaria, entonces le daban la victoria.

El boxeador alimentaba su ego, se sentía invencible. Esa noche sus músculos estaban descansados, había dormido bien. Además, su entrenamiento arduo lo hacía sentir más fuerte que en la pelea 73. Estaba seguro de que iba a ganar, pero tenía que decírselo a sí mismo, créerselo, imaginárselo, salir con la actitud de Alí al cuadrilátero.

Pero la pelea acabó antes de que el campanazo inicial lanzara su metálico grito: el boxeador salió del camerino por el pasillo que dirigía al escenario lleno de personas de toda clase que apoyaban al defensor y al retador por igual. Llevaba una bata inmaculada con su nombre escrito en letras doradas a la espalda, su pantaloneta naranja (decía que un color así confundía a sus contrincantes y jamás peleó con una que no llevara ese color) con rayas laterales negras, las botas del mismo color de los calzones de boxear. Era escoltado por cerca de diez personas que incluían a su entrenador, al médico, unos amigos y otros ayudantes. Antes de que uno de esos diez personajes estirara las cuerdas para que el retador pasara al interior, éste, por alguna fuerza magnética del universo, inclinó la cabeza hacia la primera fila, allí estaba su mujer; cuando la vio se le dibujó una leve sonrisa, que no le duró mucho porque al lado de la bella y elegante dama (a quien él amaba con la misma pasión con la que lanzaba sus jabs) se encontró con su mejor amigo (el de la infancia, el que siempre le decía que eso de boxear no le gustaba, que le parecía de salvajes) quien estaba allí, viendo la pelea y (es aquí donde se le borra la sonrisa) besuqueando a su amada.

Cuando el boxeador entró al cuadrilátero, ya no recordaba nada de lo que había sido su entrenamiento sicológico en el camerino, ya ni siquiera sabía que estaba en un cuadrilátero a punto de jugarse la vida por el campeonato mundial; se fueron los Liston, los Patterson, los Alí, los Marciano, los Frazier, los Johansson; se esfumaron los jabs, los ganchos, los cruzados; se perdió en el aire la mano fantasma y quedó guardada en los libros de historia del boxeo; dejó de existir Zairé, se acabaron las 73 peleas ganadas. Todo eso se perdió en la rabia y los celos, sólo quería ver a ese, su amigo de infancia, parado frente a él, para propinarle uno y sólo un golpe que lo mandara a Marte y del planeta rojo directo al Infierno.

Sin darse cuenta estaba en el centro del ring, escuchando las últimas instrucciones del réferi, golpeando sus puños contra los puños del campeón reinante del momento. Recobró la conciencia, los sonidos volvieron, los gritos de su entrenador y del público, los boxeadores clásicos que quería ser esa noche, los golpes inventados y por inventar, los lugares y fechas mágicas donde peleas memorables nacieron. Se paró frente a su contrincante, comenzó a bailar al estilo de Alí, lanzando golpes cada vez que el defensor bajaba la guardia; esquivando golpes por la izquierda, por la derecha, por arriba; recorriendo todo el cuadrado cercado por cuerdas de tres colores. Pero por una centésima de segundo se acordó de su mujer, volteó a mirar a la primera fila para confirmar lo que había visto momentos antes, y sí que lo confirmó. Cuando volvió la cabeza hacia su contrincante, no vio la cara de éste ni siquiera el cuerpo, sino un jab de derecha viniendo a su cara, trató de esquivarlo pero fue peor, el golpe le dio de lleno, luego se sintió flotar por el aire y, en la mitad del vuelo, el mundo se le hizo oscuro, no supo más ni de su mujer ni de la pelea ni del mundo, luego su cuerpo hizo un aterrizaje forzoso contra el suelo, para jamás, nunca más en la vida, pararse de allí.

El aterrizaje del boxeador, aparte de forzoso, fue aparatoso: su cabeza pegó primero contra la lona, pareció quedar pegada contra el suelo, mientras su cuerpo seguía el movimiento que la fuerza del golpe le había dado, tanta que sobrepasó a la cabeza que seguía en la misma posición en el suelo, sólo movida levemente, cuando el cuerpo terminó de pasar, se oyó un traqueteo leve, que nadie alcanzó a percibir por el griterío, el retador quedó tendido en el suelo con los pies en dirección contraria adonde le habían propinado el poderoso jab. El réferi se acercó a examinarlo y se dio cuenta de que definitivamente estaba noqueado y dio por ganador al defensor. Comenzaron los gritos y las celebraciones. Cuando el médico del retador entró al cuadrilátero y examinó al boxeador, dio un grito tan fuerte que opacó al de júbilo del resto de la multitud. Segundos después el estadio era total silencio y nerviosismo: el boxeador había muerto por ruptura del cuello. El defensor no volvió a boxear más. La mujer del retador le iba a dar la sorpresa de que estaba embarazada, para que tuviera un doble triunfo en la noche y el amigo de infancia estaba tan feliz de ser “tío putativo” que besaba a la esposa de su hermano del alma con ternura en la mejilla, como queriéndole transmitir su cariño al primogénito del pugilista que acababa de fallecer en el cuadrilátero, a los 20 segundos del primer round.

Biofiloaeda.

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